miércoles, 20 de junio de 2012

Adentro de una memoria


En memoria de un compañero, Kencho Letona: por siempre entre nosotros.

Adentro de una memoria


Cerré los ojos.

Abrí los ojos.

 Observaba todo nublado y el paisaje era tan frondoso y la neblina atravesó mi ventana, me cubrió perfectamente hasta casi hacerme sentir que estaba ligeramente cubierto por mis sábanas blancas. No me desesperé, y alimenté mis pensamientos con memorias pasadas, y es que tenía algunas cuantas que se remontaban a segundos antes de abrir los ojos. Al ver el universo blanco que se develaba, las olvide por completo.

Era extraño, no la sensación, sino el hecho de no recordar apenas segundos atrás, pero sí cuando años atrás un abrazo o una caricia, era fortaleza y resbalarme por un árbol era la aventura por excelencia. Antes no retrataba lo que me ocurría, pero lo recordaba, y ahora retrato, pero no recuerdo. Rara filosofía, combine recuerdos para abrir los ojos y quizá esperar que alguien más me retratara a mí.

Decidí que si la bruma no me dejaba elección, debía cerrar los ojos.

Cerré los ojos.

Al hacerlo, perdí intuición y el límite del tiempo.

Abrí los ojos.

Vi que era una perfecta barrera, no había frío, pero la sensación me hacía una buena jugada. Por lástima nunca me pellizque, y es que no me di cuenta que estaba tirado viviendo de recuerdos, de esos que me pertenecen y que retrocedo y adelanto a placer.

Estaba jugando con lo que ya había experimentado, dejando que el tiempo me aplastara y evitándome poder seguir recordando. Revise mi cabeza, respirando lentamente, y sin oscuridad, mis pupilas se dilataban, y caí en la cuenta que el “recordar” y la “memoria” van de la mano, mas no son lo mismo. Mi memoria alimentaban mis recuerdos, pero sin recuerdos, mi memoria fallecía.

Me dejó plantado mi memoria, y me dio frío.

Cerré los ojos.

Esa nube en la que ya flotaba me hizo desesperarme por la altura.

Abrí los ojos.

Vi entonces que algo me llevaba a una repisa y me almacenaba. Allí éramos ya varios, era casi un cuarto de espejos, y cada uno se esforzaba por salir. Salió de repente a mi lado otra de esas burbujas en la que estaba, y entre la bruma me escribió: “para salir, tienes que vivir”. Se detuvo la sonrisa y seguía yo sentado.

Al darme cuenta de ese cuarto de espejos en el que estaba, le sonreí a la vida y de repente todas esas burbujas reventaron, y yo al centro miraba como todos nos volvíamos uno. Vi por esas ranuras y ahora si, abrí los ojos, percatándome de la vida que tenía frente a mí. Una vez más estaba sorprendido. Los recuerdos me mostraron que la vida estaba llena de memorias, y la vida nos alimentaba para disfrutarles por la noche. Terminé de vivir y por último cerré los ojos. Todo se puede explicar, y ahora entendí por qué cerrar los ojos al morir. Seguiremos recordando y siendo recordados.



Carlos (Kencho) Letona, en la memoria de la promoción XXXIII, Centro Escolar El Roble.

La resaca de nuestras acciones

La resaca de nuestras acciones


Dejamos el agua por un trago y la comida por dinero, mas el aire con nada le reparamos. Dejamos el amor por vanidad y deseo, el cansancio por eterno descanso y ese sentimiento de quedar atrapados como pequeños meteoritos en la órbita de nuestra cama. Dejamos las cosquillas por enfado y los besos por  puñetazos. Dejamos las letras por balas y los abrazos por cateos y retenes imperfectos. Dejamos el aire por el olvido y los saludos por peleas.

Después de conservarnos por varios años, coincidimos en pocas cosas. Las generaciones no cambian el tiempo, sino el mismo tiempo cambia las generaciones. Un apretón de manos se volvió ofensivo y escupir en la cara un performance artístico- No dejamos la fama, pues dejaríamos olvidada la cartera, y no dejamos la música porque nos perderíamos nosotros. Todos abren los ojos a aquello que les conviene, y nos tapamos los ojos ante la realidad.

Tememos desprestigiarnos solo por vanidad y el mismo error cometido ayer nos apalea noche a noche hasta que se presenta el sol por la mañana.

Por experiencias se basan nuestros supuestos (sueños), y los caminos se enfrentan en la explanada de nuestras frustraciones, hasta que terminamos siendo soñadores empedernidos con ganas de no romper las reglas aun su romperlas es una de ellas.

Ayer precisamente bebieron las acciones, y se las tomaron tan enserio, que terminaron con efecto somnífero ante la expectativa de ser más allá de una experiencia. Se levantaron al día siguiente con necesidades más grandes, y lo específico es ahora solo un complemento de lo básico.

Realmente creímos ser superiores, pero entonces vimos como no conocemos lo que hay al fondo del mar, y todo lo posible que hicimos se resume en esas acciones, esas que hemos cambiado. Pero, ¿la experiencia?, ¿cómo podemos confiar en errores? Bebieron las acciones y hoy son realmente problemas; tomamos enserio: tenemos resaca.

martes, 12 de junio de 2012

El sacrilegio de nuestros problemas

El sacrilegio de nuestros problemas



No es que nos fallemos. A veces, la mejor solución es un problema. ¿Cómo entenderíamos que todo está bien si no existieran? No diríamos que “todo esta bien”, sino “todo es normal”. Como la sombra existe gracias a la luz, así los problemas son parte de la vida.

Confiamos en nosotros, y cuando aparecieron nos desesperamos. Ya éramos grandes, nos conocíamos por dentro. Vimos todo perfecto y olvidamos que tenemos piernas al caminar. Vimos todo plano, olvidando que a lo lejos se confunden las piedras con el horizonte. Corrimos confiados y tropezamos de espaldas. No sangramos pero tampoco reímos. Allí nos quedamos esperando a quien nos levantará, y pusimos de excusa que queríamos quedarnos tirados, viendo el sol y las nubes, sin pensar en que – aunque no es malo – desaparecen y entra la luna y las estrellas en primer plano. Tuvimos sed y hambre, pero dijimos “todo está bien, seguimos respirando”.

Como olvidamos que tenemos piernas, así olvidamos también que tenemos brazos. Ya acostumbrados a que nos ayuden de alguna forma, allí nos quedamos, confiando en todo aquello que teníamos. Pasa un avión cerca, solo diciendo “problemas”, letra por letra en cada ventana de pasajeros. Rodamos cuesta abajo, hundiéndonos más sin dejar huella. Seguimos confiando y también olvidando. No nos atormenta, todo es “planeado”. Nadie nos enseñó a confiar, pero tampoco a olvidar. Y es que olvidar es todo un proceso, pero las piernas y brazos siguen allí, aquí. Entonces empiezan los sonidos, las voces, la conciencia, el miedo resignado y nuestros ojos llenos de mares de lágrimas. Hablamos por dentro y preguntamos: “¿Qué hicimos mal?”, sin descubrir lo sencillo; sencillamente cerramos los ojos pero “nunca nos levantamos” y el mar de nuestros ojos se desborda.

No era una montaña, era una pequeña colina. No era una piedra, solo nuestra sombra bajo la meta. No era el horizonte, era nuestro premio, y el “problema” no era “problema”. Nos confiamos de todo, menos en nosotros. La vida nos daba un premio disfrazado de traspié.

“El sacrilegio somos nosotros, en lo que no confiamos después de todo”.

Equivocados de Sujeto

Equivocados de Sujeto

Escribía el tiempo, lo que me ocurría, y se acabó la tinta de mi pluma. No quería la mano escribir lo que decía la mente, y el aeropuerto de mis ideas tuvo una pequeña riña de existencialismo. Me preguntaba que hacía aquí mientras mi cuerpo respondía con esa sensación que se confunde con el amor, no solo por la pasión o el deleite y el placer, sino también por el cosquilleo en el estómago: el hambre.

Seguía yo buscando de cajón en cajón, y aunque seguía queriendo escribir, mi mano solo buscaba un tenedor y una cuchara. Me dije tres palabras creyéndome por convicción: “yo soy yo”, y eran tan claras, pero “yo” no sabía quien era ese sujeto, quién es “yo”: tan aclamado cuando busco algo, y a quien dejé a un lado cuando pensaba en el tenedor. “Yo” a él si le conocía, le miraba a diario y no temía ser cuestionado.

No era un conflicto social, “es depresión”, me dijo un buen amigo, no de edad sino de años. Sentimos lo mismo no por amigos, sino por humanos. Sentimos lo mismo, no por humanos sino por la edad. Dejé a un lado el corazón y la mente. Dejé de pensar en mí, y solo descubrí que aun queriendo no ser “yo”, seguía viendo igual los colores, sentía hambre y desesperación. Pensé en regresar con mi mente, pero ya debía pedirle permiso, y es que quizá no siempre fue mía. Quizá “yo” no le puse tanta atención. Luego tomé de nuevo mi pluma, y seguí tratando de escribir, no de lo que soy sino de quien es “yo”, ya que es más famoso.

Mientras me sentaba, escuche sonidos en mi cocina, me levanté mientras caminaba despacio, vi algo y solo pensé que era un ladrón. Como no volteaba seguí hasta su espalda. Pensé que era un sueño, no me veía y hasta le empuje. “Que presión”, decía de espaldas, “no es depresión, soy ‘yo’”, dijo.

No fue de mucha ayuda, pero aún seguía escribiendo arriba, y caí en la cuenta que aun seguía escribiendo arriba y éramos tres en una misma casa: uno escribiendo mi historia, otro preguntando que pasaba y otro que solo vivía.

Quizá era entonces, no un conflicto social ni mental, sino la falta de conocimiento y dedicación a pensar que, de los tres, nadie era más indispensable ni estaba de más. ¿Quién estaba de más? Nadie, y encontré que ya éramos cuatro: Yo, yo, yo y nadie.

Me paré frente a un espejo para conocer si acaso éramos cuatro, pero solo había y aparecía uno. Pregunte si existían al viento y solo me respondí a mi mismo. Me reí, no soy esquizofrénico, sino “yo”. Me fui del espejo y seguí escribiendo, preguntando y viviendo.

“Todo llega a su tiempo”, me han dicho, y como al principio escribía del tiempo, también agarré un reloj y lo adelante cuanto pude, sintiéndome mejor. ¿Solución? No creo, pero el hombre planea su futuro y vive el presente. Nos preocupamos más por el futuro y olvidamos el presente, algunos aun escribiendo el pasado: que les da recuerdos, refranes para su vida y hasta remordimientos.

Ahora si, quizá no me deje de preguntar, pero sé que el tiempo responde, no con palabras, sino con mis acciones. No nos tengamos miedo, retemos a “yo”.

(…) ¡Y ya regresó la tinta a mi pluma!


sábado, 9 de junio de 2012

Monólogos de una herida.

Monólogos de una herida


Soy una herida, no de cuchillo ni de cipote.
Soy una herida, que sucedió allá por los senderos.
Soy una herida, no mortal pero si de riesgo.
Soy una herida, no dejaré huella, pero si recuerdo.
Soy una herida, no amante de lo pasajero.
Soy una herida, entro por los labios y salgo por las venas.
Soy una herida, no con estilo pero si con ardor.
Soy una herida, sin glamour y sin veneno.
Soy una herida, callada pero fiel oyente.
Soy una herida, testigo y creyente, pero no practicante.
Soy una herida, no compartida pero si infecciosa.
Soy una herida, me miran y no les miro.
Soy una herida, doy placer y después te admiro llorando.
Soy una herida, me implanto y no me reinvento.
Soy una herida, calmante pero confundo.
Soy una herida, me voy sin explicación y regreso contenta.
Soy una herida, no duelo.


Ya que parezco ser buena, fiel a mi definición y loca con pasión, aparezco de vez en cuando en una fiesta, o ¿cómo es que dicen? Ah si, un parrandón. Aparezco de vestido y con tacón, o de jeans, frac o camiseta. Me desinhibo con alcohol y encuentro pareja. Tomo la mano y nos vamos agarrados de la camiseta. Bailamos con descontrol o hablamos con indirectas. Tocan el son y dejo atrás lo de santurrona. Me desenfreno como droga de distribución y entro por la boca. Paso por tu tráquea y me implanto en el corazón.

Allí, en esa soledad en donde se encuentran mis amigas, y es que solas, no hacemos daño, pero en cuchubal nos repartimos todo el daño. Nadie gana, todas arruinamos por igual, y al final, aunque seas guapo o bella, desclasificamos tu corazón. Lo disecamos y convertimos en algo más que en algodón. ¡Ojalá fuera dulce! - dice mi compañera, y es que es amargo como el ron. Gracias te damos por rencontrarnos, pues somos especie en extinción. No porque seamos pocas, pero algunas ya evolucionaron y nos dejaron atrás. Otras se replegaron, extraña la cosa, y otras pocas ya no solo habitan, también se adueñaron de un señor, que con hijos y familia, sigue cayendo, tragándonos por montón.
Gracias de nuevo, compañero.


¿Que no soy de cuchillo ni cipote? No, soy del corazón.
¿Que sucedí en los senderos? Si, todos los de tu cuerpo.
¿Que no soy mortal? Lo dije, lo soy de riesgo.
¿Que no dejo huella? Lo dije, si recuerdo.
¿Que no soy amante de lo pasajero? Que va, soy fanática.
¿Que no entiendes? Cortarás tus venas al recordarlo.
¿Que no tengo estilo? Lo dije, tengo ardor.
¿Que no tengo glamour ni veneno? Lo sé, tengo "cariño".
¿Que soy callada? Lo dije, solo fiel oyente.
¿Que me siguen? Lo dije, y eso sin ser amante.
¿Que no soy compartida? Lo dije, soy infecciosa.
¿Que me miran? Lo dije, de su rostro ni me recuerdo.
¿Que doy placer? Lo dije, te cobro y tú paras llorando.
¿Que me implanto? Lo dije, y no reviento.
¿Que seduzco? Lo dije, y no me reinvento.
¿Que soy calmante? Claro, y también confundo.
¿Que me voy? Bromeaba, aquí sigo, si, y contenta.
¿Que no duelo? Dígalo usted honorable dama o caballero.

Oscuridad, ¿a qué le tememos realmente?

Oscuridad, ¿a qué le tememos realmente?


Todos los días despertamos, algunos después de tener los ojos plegados 7 horas, algunos otros 12, y otros pocos (mas no locos), 2 o 3 horas que les son suficientes para echar a andar los sueños. Al igual que todos ellos, todos dormimos cierta cantidad de horas, pero "con los ojos abiertos", a la expectativa de que se cumplan nuestros sueños, moviendo las manos del aire para quizá verificar que no estamos volando.

Esto es típico en cualquier humano, al igual que el cierto miedo que a veces compartimos por la oscuridad. De pequeños, quizá la mayoría de nosotros temíamos ir a la cama solos, a que se cerraran las puertas o tan solo a que dejáramos de ver la luz a través de las ranuras de las puertas.

También hay personas que siguen temiéndole aun siendo mayores, y ciertamente confundimos la oscuridad con algo místico y hasta maléfico. Trastornamos los sentidos y solo decimos que la luz es la verdad y la oscuridad algo más allá de “lo que no vemos”. No dependemos de pensar así, aún si es el pensamiento popular y objetivo, pero también esconde algo que a todas luces, valga la discordancia de términos, nos defiende. Y es que, viendo lo común y natural que es cerrar los ojos para dormir, lo es también para cualquier ser humano cerrar los ojos cuando un puño, una patada e incluso una pequeña mosca se acercan al rostro. Quizá sea parte solo de los reflejos, pero aun así, los ojos se cerrarán por un momento, (no necesariamente por 2, 3, 7 o 12 horas), y nos sentiremos mejor. Nos desinhibimos de la advertencia que se nos presenta y estamos preparados para abrir los ojos de nuevo.

Al ver que nos desinhibimos, debemos ver que cuando cerramos los ojos, no vemos más que oscuridad: nuestro ser. A lo mejor si nos vemos por dentro, y esa es nuestra realidad, lo que escondemos tras la carne, la oscuridad vaya más allá de lo místico o “lo que no podemos ver”. Nosotros vemos oscuridad, pero ya con otro sentido.

La pregunta de todo esto apunta al título: “¿a qué le tememos realmente?”, ya que ciertamente, todos le tenemos miedo a algo, pero incluso si no hay nada más que ver, cerramos los ojos, lo mismo si desmayamos o si dormimos. Alguien que le tema a la oscuridad nos lo podría explicar mejor, pero por ahora solo nos queda divertirnos pensando que la oscuridad es, a la vez, amiga y no porque “el mal esté con nosotros”, sino porque nos resguarda en estos momentos de pánico.

No se responde la pregunta porque lo inexplicable quizá esté ante nuestros ojos, y si se lee esta entrada con más atención, quizá se entienda si decimos que “a lo mejor aún somos pequeños”, “objetivos” y que debemos abrir los ojos.

También vale la pena pensar que quizá es por eso que al presionar con fuerza los ojos, vemos todo un festival de pequeñas luces por dentro, o es la imaginación que explota dentro de nosotros.

En fin, “en fin el miedo es de ver o no ver”, y nosotros, “así vemos las luces en el día y en la noche. No queramos tratar de desprender los ojos, si lo único que veremos entonces será vacío. Abramos los colores, abramos los ojos.