En memoria de un compañero, Kencho Letona: por siempre entre nosotros.
Adentro de una memoria
Cerré los ojos.
Abrí los ojos.
Observaba todo nublado
y el paisaje era tan frondoso y la neblina atravesó mi ventana, me cubrió
perfectamente hasta casi hacerme sentir que estaba ligeramente cubierto por mis
sábanas blancas. No me desesperé, y alimenté mis pensamientos con memorias
pasadas, y es que tenía algunas cuantas que se remontaban a segundos antes de
abrir los ojos. Al ver el universo blanco que se develaba, las olvide por
completo.
Era extraño, no la sensación, sino el hecho de no recordar
apenas segundos atrás, pero sí cuando años atrás un abrazo o una caricia, era
fortaleza y resbalarme por un árbol era la aventura por excelencia. Antes no
retrataba lo que me ocurría, pero lo recordaba, y ahora retrato, pero no
recuerdo. Rara filosofía, combine recuerdos para abrir los ojos y quizá esperar
que alguien más me retratara a mí.
Decidí que si la bruma no me dejaba elección, debía cerrar
los ojos.
Cerré los ojos.
Al hacerlo, perdí intuición y el límite del tiempo.
Abrí los ojos.
Vi que era una perfecta barrera, no había frío, pero la
sensación me hacía una buena jugada. Por lástima nunca me pellizque, y es que
no me di cuenta que estaba tirado viviendo de recuerdos, de esos que me
pertenecen y que retrocedo y adelanto a placer.
Estaba jugando con lo que ya había experimentado, dejando
que el tiempo me aplastara y evitándome poder seguir recordando. Revise mi
cabeza, respirando lentamente, y sin oscuridad, mis pupilas se dilataban, y caí
en la cuenta que el “recordar” y la “memoria” van de la mano, mas no son lo
mismo. Mi memoria alimentaban mis recuerdos, pero sin recuerdos, mi memoria
fallecía.
Me dejó plantado mi memoria, y me dio frío.
Cerré los ojos.
Esa nube en la que ya flotaba me hizo desesperarme por la
altura.
Abrí los ojos.
Vi entonces que algo me llevaba a una repisa y me
almacenaba. Allí éramos ya varios, era casi un cuarto de espejos, y cada uno se
esforzaba por salir. Salió de repente a mi lado otra de esas burbujas en la que
estaba, y entre la bruma me escribió: “para salir, tienes que vivir”. Se detuvo
la sonrisa y seguía yo sentado.
Al darme cuenta de ese cuarto de espejos en el que estaba,
le sonreí a la vida y de repente todas esas burbujas reventaron, y yo al centro
miraba como todos nos volvíamos uno. Vi por esas ranuras y ahora si, abrí los
ojos, percatándome de la vida que tenía frente a mí. Una vez más estaba
sorprendido. Los recuerdos me mostraron que la vida estaba llena de memorias, y
la vida nos alimentaba para disfrutarles por la noche. Terminé de vivir y por
último cerré los ojos. Todo se puede explicar, y ahora entendí por qué cerrar
los ojos al morir. Seguiremos recordando y siendo recordados.
Carlos (Kencho) Letona, en la memoria de la promoción XXXIII, Centro Escolar El Roble. |