La percepción de nuestra vida se basa en quienes nos
acompañan en el viaje. Todos tenemos un “porque” y debemos resolverlo, ya que
se nos cuestiona a cada momento. Hay quienes adquieren cierta habilidad para
conocerlo mas rápido que, y es por eso que les extrañamos. Y es que al
encontrarlo, nos despedimos con una sonrisa que ni siquiera ese regalo que el
abuelo nos colocaba debajo del árbol de navidad, esperando la magia prometida,
nos podía sacar; una sonrisa sin fanatismo ni fuerza de tensión, La carne se enfría
solo para retratarnos y somos tan ricos ganando en belleza interior, que los
animales y la tierra nos utilizan para embellecer un terreno.
Somos inmortales, y no es de esperar que para pasar toda una
vida teniendo una rutina, sino porque las flores que crecen por encima de
nuestra encrucijada entre la tierra y las estrellas, son cada vez más bellas. Servirán
pues, para que un muchacho, que nunca nos conoció, enamore a la mujer de sus
sueños, o para que una hija desee también con una sonrisa, que su madre mejore
de salud, postrada en la cama de un hospital.
Somos inmortales, porque el cielo grita que se rejuvenezcan
las sonrisas, que demos pasos cada vez más grandes y que logremos saltar cada
vez más lejos de longitud, y recorrer el mundo por facilitar la alegría a
alguien que no conoce esos momentos en que se acalambran los músculos, se
respira menos y se olvida todo.
¿Cuánto sonreiríamos si nos pagaran por hacerlo? ¿Cuánto más
o menos si tuviéramos que pagar por hacerlo? Muchos se han preguntado que es
lo que realmente hacen caminando con la sonrisa en el rostro, pero es el mismo
significante retórico que preguntarnos porque enamoramos regalando esa flor. ¿Robamos
la alegría, o la tomamos prestada de encima de cualquiera que ya cumplió su “porque”?
Debemos mucho, y no pagan ni pagamos por hacerlo. Práctica y teóricamente
analizado, hay que sonreír. Es la mejor conclusión que le podemos dar a la
vida, o a la flor, o a la inmortalidad.
Pelemos los
dientes.